viernes, 12 de febrero de 2010

El discurso del método

4. Podemos estar convencidos de la verdad de una afirmación, nuestra o de tal o cual persona, pero todo saber o conocimiento es de alguien y no la realidad a la que se refiere sino algo que existe en la mente del que afirma. Esta relación de todo conocimiento con el sujeto que lo posee -aparte de otras que deberemos tratar más adelante- establece las condiciones acerca de qué es conocimiento y cómo se origina y se desarrolla partiendo del punto de vista del sujeto.

El Discurso del método de Descartes exponía su crítica de las ciencias tal como eran en el momento, en plena lucha entre la autoridad cultural, social y política de la filosofía medieval y el empuje de los nuevos científicos. Descartes planteaba que podemos y debemos dudar de todo lo que pensamos sea por nosotros mismos o porque nos lo han enseñado, y hacerlo hasta encontrar una base firme sobre la que fundar el conocimiento. El libro es un discurso (1) -una exposición que discurre a lo largo de un tema- que busca esa base firme y cree encontrarla en que todo sujeto puede poner todo en duda salvo el hecho de que existe. Nosotros podemos poner en duda la forma en que Descartes entiende el sujeto y los razonamientos y las conclusiones que basa en ello y, de esta manera, la mayor parte de su filosofía, pero parece una necesaria postura crítica dudar de lo que se conoce y cuestionar cómo cada cosa ha llegado a ser pensada y admitida por el sujeto como un conocimiento.

Sin embargo, la duda choca con las finalidades prácticas del conocimiento y sólo es posible como un movimiento reflexivo, secundario. Parece evidente que el conocimiento no es nada para la mente del ser humano si carece de un contenido. Es decir, que si debemos tomar en consideración aquello en lo que consiste la actividad de conocer, tal cosa sólo será posible para nosotros en la medida en que conocemos. Podemos pensar que el conocimiento capta o refleja la realidad, que lo hace de una manera objetiva o que impone sus propias condiciones, pero en todo caso debe haber un contenido de conocimiento sobre el que se reflexione y se dude, sobre el que se plantee si es objetivo y verdadero y acerca de sus condiciones de validez. Es necesario, de un modo análogo al proceso que llevó a Descartes a su propia filosofía, que se comience por conocer las cosas o creer que las conocemos y que existen, pues ésa es la materia del conocimiento acerca de cuya estructura reflexiona el método.

Y los conocimientos que tenemos primero consisten en conjuntos de experiencias y de reglas sencillas acerca de lo que observamos de un modo inmediato. Se refieren no sólo a lo más cercano del mundo, a lo que tenemos alrededor y más nos afecta, sino que ese punto de vista es el que los convierte en importantes, como decía antes. Por ese motivo, lo que es el conocimiento se plasma en el método utilizado de un modo más urgente y definitivo en el caso de los hechos cercanos y de modo vago en el de los lejanos. Puede ser letal entrar en una cueva sin estar seguro de si hay osos dentro y si se ha contado que entraron cinco y que salieron tres [?? »]¿De quién es el ejemplo, Sagan, Dawkins, Attemborough? pero resulta indiferente para la vida si Marte es un dios o sólo una roca. Tan indiferente como contar osos en una cueva en la que no se va a entrar, pero hay multitud de casos en los que es necesario tener una idea clara y verdadera de la realidad y muchos más en los que cualquier idea no añade nada práctico para la supervivencia a lo que se percibe. Sin embargo, dado que hay un interés en el conocimiento de lo cercano y esto tiene un valor de supervivencia, no es posible que la regla de conocimiento no se aplique de modo general pues si no se busca lo desconocido como dato y como regularidad es imposible adaptarse a un ambiente cambiante.


5. Para imaginarnos nuestra conducta en un ambiente desconocido, supongamos que nos quedamos de pronto a oscuras. Nuestra primera reacción es no movernos para no tropezar con nada, pero eso sólo es una solución en el momento y debemos tantear para buscar una salida, para no chocar con los objetos y para encontrar una fuerte de luz. Comenzamos, por lo tanto, a explorar lo que nos rodea con cuidado de no avanzar sin la seguridad de que delante no haya un peligro, cosa que ya implica una hipótesis: que puede haber algo contra lo que podemos chocar o que, sencillamente, podemos experimentar un doloroso tropezón sin que nada de lo que tengamos en nuestra imaginación pueda evitarlo. Si la hipótesis es ésa, tratamos de verificarla obteniendo datos de observación moviendo los brazos por delante y alrededor hasta que palpamos algo o moviéndonos libremente hacia donde constatamos que no hay obstáculo. Y una vez descartado el peligro de tropezar, tratamos de reconocer los objetos que tocamos para encontrar un interruptor de luz o un cajón con una linterna.

Podemos entender nuestra mente como un sistema para elaborar modelos representativos de la realidad. Situados en la oscuridad del ejemplo anterior, podemos movernos al azar y encontrar camino libre o ir dando tropezones, y todos, tanto si se opina que la mente tiene un modelo a priori de la realidad o que lo elabora desde la experiencia, que la mente es la única realidad o que es parte de ella, debemos suponer que es un modelo valioso para orientarse entre lo que, de otra manera, sería desconocido e inabarcable por el conocimiento. Y lo importante de que podamos abarcarlo con el conocimiento es que podemos recorrer idealmente el modelo mental anticipándonos a lo que podamos encontrar en el mundo real y a nuestras respuestas; imaginar que nos movemos, que es un modo de hacer inferencias sobre cómo sería nuestro movimiento en la realidad descrita. Recordar que una vez vimos una nube con una forma curiosa, o cualquier hecho que creamos poco repetible, es quizá apenas un detalle de nuestra biografía. Por el contrario, pensamos que lo bueno o lo malo que hemos encontrado puede aparecer de nuevo en nuestra experiencia porque no ha aparecido sólo una vez sino con alguna frecuencia y creemos que hay un patrón de sucesos repetibles. Así, si tenemos un modelo con el que probar conjeturas y en el que las situaciones son previsibles, podemos anticipar situaciones y producirlas o evitarlas, y encontrar por experiencia si las hemos producido y evitado o si no hemos sido capaces de ello.


6. Hay dos aspectos de esta relación con la experiencia: el hecho de que podemos sentir un bien o un mal real y el de que podamos o creamos prever una situación buena o mala o que nos resulte desconocida y por ello tengamos una sensación de tranquilidad o de peligro. Nuestro conocimiento de las cosas inmediatas se ve modulado por la experiencia y desechamos lo que nos lleva a chocar con lo que observamos de la realidad. Nadie, así, volverá a tomar un recipiente recién retirado del fuego si ha sentido que quemaba. Pero el esquema de las regularidades y de la búsqueda de las condiciones de todo suceso se aplica de manera general, no sólo a hechos cercanos, con la diferencia de que no experimentamos las consecuencias de modo tan claro y definitivo como en el de un recipiente que quema. Así, tendremos conocimientos válidos en la práctica y aproximadamente verdaderos acerca de sucesos cercanos, pero con respecto a los más lejanos es fácil que cualquier idea que tengamos de ellos tenga escasas consecuencias en nuestro entorno observable y que nada de lo que pensemos nos permita prever ningún suceso que nos afecte. Y sin embargo, la idea de que debe haber alguna regularidad que permita preverlos es más tranquilizadora que la de que no sabemos nada acerca del entorno y del futuro. La sensación de desconocimiento es similar a la del que tantea en la oscuridad y se siente inseguro ante un posible tropiezo. Por ese motivo, ante la alternativa de reconocer la ignorancia y sentirse incapaz de predecir la marcha de la Naturaleza y, por otra parte, creer algo que tenga apariencia de una regularidad, la mayor parte de la humanidad ha escogido la apariencia de saber frente a la certeza de no saber.

Esa apariencia de saber es la base de las supersticiones, los mitos, las religiones y la palabrería metafísica. Si se cree que en la experiencia se observan regularidades, se busca un patrón hasta que se encuentra algo que ajuste, con un criterio tan exigente como sea la importancia práctica y la relevancia empírica del tema. Por ese motivo, en todas las culturas existen ideas vagas acerca de lo que hay detrás de lo observado, sobre las cosas, la vida, la enfermedad, los ciclos naturales, los astros y, en general, sobre toda regularidad que se perciba o se crea percibir. Basta alguna idea que parezca ser un esquema explicativo de una regularidad pues lo primero que se exige es algo que calme la sensación de ignorancia y no tanto un verdadero conocimiento. Así, junto a saberes prácticos sobre tratamiento de heridas o enfermedades, siempre parece haber un conjunto de ideas acerca de qué es la enfermedad, sea en forma de ciencia o de historias de fuerzas misteriosas o de espíritus. Y, por las mismas razones, siempre hay alguna creencia acerca de los astros, los antepasados, la vida y la muerte o el sentido de la historia. No hay cultura que no tenga una ideología que trate de cubrir los huecos de lo que se ignora, lo mismo que no hay cultura que no conozca bien su entorno y que no especule sobre lo que se encuentra más lejos.

Por lo tanto, cuanto más alejada de las vivencias comunes se encuentre una idea, menos relación tendrá con la experiencia y más con la sensación de completar el esquema explicativo de la naturaleza para que no muestre huecos. Y una vez que se ha creído algo, incluso por ese motivo tan psicológico como en de no sentir temor a lo absolutamente desconocido, es más fácil aferrarse a ello que prescindir de esa aparente seguridad. El considerar a los seres humanos como estrictamente racionales es poco racional pues ignora la frecuente irracionalidad de las emociones y de los comportamientos colectivos. Así, el que piensa que ofreciendo un sacrificio a un espíritu tiene posibilidades de curarse, no desechará esa idea salvo que vea otra más sólida pues la sensación de no poder controlar de ningún modo lo que le sucede le parece terrible como a la mayoría.

Pero se dirá que tampoco se rechaza una teoría científica inexacta salvo que se posea alguna mejor. Pues bien, ahí interviene el prejuicio, el sesgo confirmacionista de una gran mayoría de personas. Lo real es que una superstición no proporciona ningún conocimiento más que no tenerla. Es muy conocido el fragmento de Cicerón en Sobre la naturaleza de los dioses acerca de Diágoras de Melos, apodado "el Ateo".

Diágoras, el llamado "el Ateo", fue una vez a Samotracia y un cierto amigo le dijo: "Tú, que piensas que los dioses descuidan los asuntos de los hombres, ¿no ves todas las pinturas votivas que demuestran cuántas personas han escapado a la violencia de la tormenta y han llegado salvas a puerto a fuerza de hacer votos a los dioses?" "Así es —replicó Diágoras— sencillamente porque no hay en ninguna parte pinturas de todos los que han naufragado y han sido tragados por el mar." En otro viaje se encontró con una tormenta que sembró el pánico entre toda la multitud que llenaba la nave, y en su terror todos le dijeron que ellos mismos se la habían atraído sobre sí al recibirle a él a bordo de su nave; él les señaló un gran número de otras naves que estaban aguantando el mismo temporal en la misma trayectoria, y les preguntó si creían que esas otras naves llevaban también a bordo un Diágoras. El hecho realmente es que, en orden a tu buena o mala suerte, no importa nada cuál sea tu carácter o cuál haya sido tu vida pasada.

Sobre la naturaleza de los dioses. Libro III. Capítulo 37. M. T. Cicerón


Resultaba evidente para Diágoras que la idea de que hay dioses que influyen sobre la naturaleza y las vidas humanas no aporta ni conocimiento teórico ni utilidad práctica para evitar males sobre el mero hecho de constatar que hay tormentas.


7. Hay por lo tanto un sesgo de confirmación en quienes sostienen teorías pseudocientíficas y que parece responder a una necesidad de creer que se tiene un conocimiento. Pero personas racionales como Diágoras de Melos pueden surgir de tanto en tanto y quizá su crítica podría resultar evidente para cualquiera. Sin embargo, no es así y sus críticas suelen ser recibidas con condenas, como al propio Diágoras, que reveló los misterios de Eleusis, o a Anaxágoras, que afirmó que el Sol era una masa de hierro ardiente (2). Y es que el sesgo de confirmación y el miedo a lo desconocido y a lo que desestabiliza una creencia no es sólo propio de los individuos sino que se refuerza como fenómeno social.

Parece un instinto o un hábito cultural muy extendido dar credibilidad a aquello que cree mucha gente. Resulta razonable en principio que, si todos manejamos un conjunto de habilidades y procedimientos más o menos similares y conocemos el mismo mundo, es poco probable que muchos que son como nosotros se equivoquen pero no nosotros y, por lo tanto, la aceptación general de una idea parece un criterio legítimo de probable validez. Sin embargo, este criterio lleva a un bucle que se realimenta de manera indefinida una vez que alguna idea tiene aceptación pues el que sea frecuentemente aceptada hace que más y más personas le den credibilidad. Por otra parte, las opiniones y las forma de ser son rasgos que identifican a un individuo como perteneciente a un grupo. Así, negar una idea creída por muchos equivale a negar algo de manera extraordinaria, contra la capacidad de diferenciar lo verdadero de lo falso de un gran número de personas, y a situarse de alguna manera al margen de ese grupo o contra él.

El hecho de que una idea haya alcanzado gran aceptación podría significar que ha superado un filtro que no permite creer las falsedades, pero esto no vale por igual para todo tipo de idea. Vale para lo experimentado con frecuencia, como que nadie que salta por la ventana volará hacia las nubes, pero no para ideas cuyas consecuencias prácticas sean casi indetectables. La única exigencia para una ideología acerca de la naturaleza es que la reduzca a algún tipo de regularidad. Basta con que lo haga de una manera aproximada y suficiente para la poca precisión de las observaciones. Así, cualquier cosa que implique que los planetas describen órbitas regulares puede valer para la observación o para el calendario. Pero el ámbito de ideas no es neutro sino que incluye un conjunto de teorías aceptadas y que se resiste a ser alterado.






Por qué la filosofía

El pensamiento y sus ataduras




Nota 1:

El DRAE sólo da como última definición de discurso la de carrera, curso, camino que se hace por varias partes. En las lenguas modernas se han tomado los sentidos derivados del propio de discurrir como correr dejando en español el sentido literal para el último lugar y como anticuado. Pero podemos tomar con cierto humor ese sentido para el título pues el método, el proceder de las ciencias, ha seguido un camino que resulta esclarecedor.

Discurso, en el DRAE

Discurso, en Wikipedia

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Nota 2:

En orden a su condenación hay varias opiniones, pues Soción, en las Sucesiones de los filósofos, dice que Cleón le acusó de impiedad por haber dicho que el sol es una masa de hierro encendido, pero que lo defendió Pericles, su discípulo, y sólo fue condenado a pagar cinco talentos y salir desterrado. Sátiro escribe en sus Vidas que lo acusó Tucídides, por ser éste contrario a las resoluciones de Pericles en la administración de la república. Que no sólo lo acusó de impiedad, sino también de traición, y que ausente, fue condenado a muerte. Habiéndole dado la noticia de su condenación y de la muerte de sus hijos, respondió a lo primero que «hacía mucho tiempo que la naturaleza había condenado a muerte tanto a sus acusadores como a él». Y a lo segundo, que «sabía que los había engendrado mortales». Algunos atribuyen esto a Solón, otros a Jenofonte.

Diógenes Laercio - Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres ANAXÁGORAS - Libro Segundo

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